VÍCTOR MALDONADO C.
| EL UNIVERSAL
lunes 6 de mayo de 2013 12:00 AM
Lo último que entienden los
socialismos es que la política se vive desde la economía. Dicho de otra
forma, las promesas de bienestar, igualdad y felicidad que se gritan
desde la esquina de la demagogia y los populismos, siempre terminan
siendo ecos luctuosos en la cotidianidad de la gente. La inflación más
alta de América Latina, y la más crónica; la escasez que se expande
desde los rubros más demandados hasta los más exóticos; el desempleo que
ya no logra encubrirse detrás de los ineficientes faldones de las
misiones, grandes y pequeñas; y la ausencia de vigor inversionista, son
una lista incompleta de lo que está sufriendo la gente y contradiciendo
el discurso político que dibuja un país totalmente ajeno a lo que viven y
sufren los venezolanos.
La calle está llena de evidencias
contrarias a ese país feliz que se difunde desde el sistema de medios
públicos: los salarios que mezclados con el creciente costo de la vida
resultan ser siempre insuficientes; la depauperación del empleo, ahora
atascado por la peor legislación laboral del mundo; la debacle de los
servicios públicos, su mal servicio, su pésima administración, que hace
que todos vivamos pendientes de la luz que se apaga, del agua que cuando
viene está sucia, de las cloacas que se tapan, de los huecos de las
calles, de los taludes que se derrumban, y de hospitales sin equipos y
sin talento médico disponible. Todos sufrimos el derrumbe del sistema de
empresas públicas, arruinadas, maltratadas, improductivas e incapaces
de resolver problemas económicos de poco calado. Y la inseguridad, que
no es otra cosa que falta de policías, de políticas públicas sensatas,
de modelaje a favor de la honestidad y el cumplimiento de la ley. Las
calles de todas nuestras ciudades están llenas de la vivencia masiva de
esta lista de calamidades que pesa sobre los venezolanos y que tienen un
culpable con el que no se puede transigir y negociar nada: el
socialismo del siglo XXI.
Este socialismo es ideología, sus
administradores y sus compromisos. Con este trío no puede haber ninguna
negociación. La ideología hay que repudiarla por insensata y falaz. Los
administradores de esta economía han arruinado el país y merecen un
relevo inmediato. Y ese afán por favorecer primero a los de afuera, y
después, si sobra, a los venezolanos, es un insulto a la soberanía, pero
ahora, además es un crimen. Invocar la solidaridad de los pueblos y
financiarla con las penurias de los venezolanos es repudiable e
infamante.
Este modelo solo se puede conjugar con las largas
colas, con la desazón de la conformidad y la nula explicación de por qué
solo nosotros vivimos esta infeliz condición de estar racionados en
nuestra vida, en nuestras opciones, en nuestra libertad. Este modelo
está corrompido, no sirve, nunca sirvió ni para garantizar reservas
internacionales apropiadas, pero tampoco para proveernos el
abastecimiento del país, su soberanía alimentaria o el control de la
inflación. El socialismo del siglo XXI es un fraude que decanta desde la
política el colosal fiasco que vivimos todos en nuestra economía
diaria, y que nos encadena a no poder decidir, sino a conformarnos con
lo que hay, o intentar una búsqueda frenética de lo que escasea o
simplemente ya no existe.
Esta economía es el resultado más
conspicuo de la política que se ha envilecido hasta ser secreto,
corrupción, represión y afrenta constante, como si todos debiéramos
compartir esa gran locura que se niega a reconocer la realidad, y que
nos amenaza con cualquier tipo de muerte si no damos por buena la
exultante versión oficial, donde no pasa nada, donde todo es melcocha y
felicidad.
El socialismo es siempre un déficit de capacidad de
cálculo económico donde no es posible estimar costos, precios, salarios o
productividad. No se resuelve con un mayor flujo de dólares alentando
una marea de importaciones que extermina la producción nacional, asolada
además por la falta de competencia. Su imposibilidad no tiene que ver
con subastas o aflojamiento de los controles. Este modelo es
radicalmente irresoluble y nunca obtendrá los resultados que anuncia. Es
fatal que termine siendo lo que es: un inmenso caos donde no hay
racionalidad alguna que permita hacerlo predecible, porque no hay
burócrata, por más iluminado que sea, que pueda hacerlo mejor que la
conjugación de los esfuerzos y el trabajo de una sociedad que viva
libre, respete la ley y quiera ser el producto de su propio esfuerzo.
Viviremos en crisis hasta que le perdamos el miedo a la libertad.
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